viernes, 8 de mayo de 2009

LOS NIÑOS DEL APÓTETAS


Me cuesta crear poesía desde la barbaridad.

La falacia que respira el hombre moderno hace que este se colme a veces de muecas malintencionadas. Muecas y gestos que, lejos de ser inocuas y carentes de peligro, exhiben con descaro la contradicción dañosa operada desde algunas tarimas ignorantes: las ocupadas por los que gobiernan, las mostradas desde los pórticos del poder.
En el transcurso de una tarde de asueto en la montaña presencié cómo una pareja de la Guardia Civil prendía a dos hombres cuarentones que estaban cazando. Los esposaron, les requisaron las escopetas y varias cajas de cartuchos de posta y los trasladaron en un Land Rover al cuartelillo del pueblo para practicar las diligencias que requería el asunto. Estaban cazando en tiempo de veda. Cuando les pillaron estaban pegando tiros a una recua de perdices. Las perdices abundan en esa zona, pero estaban en época de cortejos y de incubar los huevos. Tampoco se podían acechar los nidos ni cazar tórtolas. Tampoco ningún tipo de córvidos.
Esto ocurrió hace varios años, pero hoy la normativa es bastante más dura en lo que a cuantía económica de las sanciones se refiere. Hay, incluso, penas de cárcel por según qué delitos llamados ecológicos, contra el medio ambiente en general y contra la fauna en particular.

Hasta hace poco nos parecían espeluznantes algunos fragmentos de la historia de la humanidad. En la antigüedad no era extraña la práctica infanticida. En la Esparta militarizada de antaño, por ejemplo, hasta incluso estaba normalizada. Al nacer un niño este era conducido al Pórtico del templo donde, a la luz del día, un tribunal de ancianos lo examinaba para determinar si era hermoso y bien formado o no. Eran muchas las veces que los padres asumían indolentes el veredicto: ¡Al Taygeto!, ¡Al Taygeto!. Esta era la consigna lóbrega que temían oír las madres en el atrio del templo. Cualquier protuberancia, torcido de ojos, asimetría en las extremidades o en la cara, cualquier lunar torpemente colocado era motivo suficiente para enviar al niño o a la niña al Apótetas, al denominado lugar del abandono. El Apótetas era el fondo de un barranco/sima que se hundía en la tierra al pie del monte Taygeto. Desde la ladera del monte se despeñaba hacia este barranco a los infantes que no alcanzaban el positivo tras la macabra evaluación de los viejos. Los inocentes se convertían entonces en carne de muladar sobre los que volaban las urracas y los buitres negros tanteando el momento propicio para iniciar el festín.

Hay una perversión más dañina que todas las perversiones juntas: la perversión institucionalizada, aquella desviación orquestada desde la esfera del poder, malévolamente justificada por la política de las mayorías que impone la democracia moderna. Si la mitad más uno decide que, en aras de la no sé qué libertad de la mujer, no pasa nada si se trunca el desarrollo de una criatura desde el seno de su madre, pues eso, que no pasa nada, que encima de todo se tilda de retrógrado a quien no acepta esto como una nueva conquista social que ampara el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo. Cuando este debate se inmiscuye en los entresijos de la militancia política, entonces ya no hay remedio alguno. Los más elementales niveles de conciencia quedan aturdidos y reducidos, inundados por legiones rebosantes de estulticia organizada. Se pone en marcha, a la sazón, la premeditada manipulación del lenguaje. Se pretende que las palabras no signifiquen lo que en realidad significan. Significante y significado pasan a ser puros rehenes de la conveniencia aviesa del poder. ¡Si Ferdinand de Saussure levantara la cabeza!
La confusión que se implanta ante esta desviación lingüística es el caldo de cultivo perfecto para la pérdida de conciencia cabal y la ausencia de identidad de las cosas, de tal forma que, a fuerza de depravaciones editadas y publicadas en Boletines Oficiales, el hombre desnortado tiende a confundir la acción con la expiación, y termina llamando conquista a su propio aniquilamiento.

Por desgracia, habrán de pasar muchos años para que de nuevo se institucionalice el sentido común – procedente sin duda del sentido natural de las cosas-, y se catalogue como barbaridad inicua todas las vueltas que se están dando en las últimas décadas en las democracias occidentales a fin de convencernos de que no pasa nada porque matemos a nuestros hijos potenciales si resulta que el permitirles que se desarrollen y vivan altera en mucho o en poco o en casi nada nuestro stablishment personal.

Una especie de cinismo colectivo hace que estemos llegando a pensar que es bueno regular y normalizar una práctica de esta índole porque de hecho se da. Vasta tarea tendrán a partir de ahora nuestros legisladores para regularizar y normalizar tantas y tantas prácticas y acciones que de hecho se dan: robo, incesto, homicidio, tortura, violación, manipulación psicológica…

Homo homini lupus est. El hombre es un lobo para el hombre. ¿Pero es que nadie se da cuenta? La sangre inocente impetra la urgente toma de conciencia. Los ancianos del Pórtico de Esparta pueden aparecer como benévolos dentro de años cuando la historia los compare con nosotros, con los hombres y mujeres de este tiempo, obstinados en tornar el mundo del revés, obcecados hasta la saciedad en convencernos de que puede ser lícito matarnos entre nosotros por pura comodidad. Más grave aún, si cabe, es la constatación de que legitimamos el feticidio desde la más aborrecible de las actitudes: la cobardía. La cobardía de matar a quien no puede defenderse esgrimida, para más inri, como derecho conseguido, como conquista social.

¿A dónde se han marchado los hados de la belleza y de la vida? ¿Dónde están los poetas que admiraban a Walt Whitman? ¿Qué ha sido del raciovitalismo de Ortega?

A veces me da la impresión de que nuestros consejeros no son otra cosa que tropeles de demonios beodos ávidos por entorpecernos y confundirnos. Y nosotros les hacemos caso, apostados sin pudor en nuestra particular roca Tarpeya, tirando al abismo –a veces previamente triturado- aquello que simplemente nos incomoda o nos estorba, aunque esto sea carne de nuestra propia carne.

Me cuesta crear poesía desde la barbaridad.
José Fuentes Blanc
Caravaca 2009